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Muchas veces oímos o decimos la tan manida frase de “la vida puede cambiar en un segundo” sin darnos cuenta de la cruda verdad de su sencillez. Y todos somos, de una forma u otra, conscientes del peligro que supone el automóvil y la carretera (ya nos lo recuerda constantemente la DGT). Pero pocos sabemos la estrecha relación entre estos dos axiomas. Solamente cuando tenemos la desgracia de vivirlo de una forma más o menos próxima nos damos cuenta de lo pasajero de la vida y de la poca consciencia que de ello tenemos. Al fin y al cabo somos “dioses” y nuestra vida transcurre sin ese tipo de preocupaciones.

Fue hace algo más de dos años, el 21 de julio de 2005. Estábamos de vacaciones la familia (mi mujer, mis dos hijos, Alexia -mi “hija” bielorrusa- y yo) en Oropesa (Castellón). Pocos días llevábamos disfrutando de ellas en esta playa, alrededor de 3 ó 4. Era temprano, sobre todo para estar de vacaciones, sobre las 8 de la mañana cuando sonó el móvil. Era mi cuñada, Maribel.

Yo no oía lo que decía, solo los gritos casi histéricos de su hermana Pilar, mi mujer. Los niños, claro, se despertaron y la confusión se hizo total. Las frases que oíamos todavía me hielan la sangre: “¿Que has matado a todos?”, “¿Y Sara y David también?”, “¿Que has intentado reanimarla durante 20 minutos?”, “¿Dónde?”, …

No entendíamos nada ninguno. Tal vez nos protegemos tanto no pensando en lo evidente que cuando sucede es lo último que pensamos. O tal vez sea así mejor.

Maribel iba con su marido, Santiago, y dos de sus tres hijos (David de 14 años y Sara de 3) camino de las vacaciones a Melilla, donde tenía familia Santiago. Lo habían preparado con mucha ilusión ya que hacía varios años que no los habían visto. Diego, el mayor, entonces de 18 años, se quedaba trabajando en Zaragoza.

Salieron sobre medianoche de Zaragoza, intentando que el viaje se hiciera más llevadero a los niños, conduciendo toda la noche. Se turnaban los padres.

De madrugada Maribel tomo el volante. Un poco después se quedó dormida sin parar ni abandonarlo. Acababan de pasar Granada camino de Málaga, conduciendo por una cómoda autovía que fue su tumba. La velocidad, un choque contra las planchas de hormigón de la mediana, vueltas de campana, barullo, silencio y muerte.

Perdieron la vida en un segundo. Tan solo Maribel oyó gritar a Santiago “Maribel, ¿qué haceeeees?”. Silencio.

David viajaba en el asiento trasero con Sara. No llevaba cinturón de seguridad ya que iba tumbado durmiendo. Salió despedido varias decenas de metros, fulminado con su cerebro partido.

La cabeza de Santiago quedó casi completamente aplastada por el hundimiento del lateral del coche. Murió en el acto.

Sara, la pequeña Sara, tan inesperada como deseada desde su nacimiento, la “tardana”, tardó un poco más en morir. O tal vez fue la desesperación de su madre que le aplicó primeros auxilios y pudo creer que respiraba cuando en realidad era su propio aliento quien hinchaba sus pulmones… Murió casi sin haber vivido.

Dejamos a los niños con una tía de mi mujer que casualmente estaba en Oropesa. Tomamos el odiado y ya temido coche camino de Granada. No paramos. Yo no hablaba y Pilar soltaba todo por el móvil. El camino fue eterno.

Llegamos a Granada y fuimos al hospital donde estaba Maribel. Ella solo tenía algunas contusiones sin importancia y estaba siendo tratada más por el impacto emocional que físico. Su entereza llamaba la atención. Yo creí que no era plenamente consciente de lo sucedido.

Tuvimos que ir al Instituto Anatómico Forense a reconocer los cadáveres. Yo no había visto muchos, tan solo recuerdo el de mi abuela y el de mi padre, pero nunca quise acercarme mucho. La sensación más triste fue la que más ha perdurado. Ya me pasó con mi padre, del cual recuerdo hoy más sus 10 días de agonía que todo lo que pude vivir con él. Lo mismo me pasa con Santiago, David y Sara: recuerdo tan nítidamente sus caras deformadas, magulladas y verdosas en los ataúdes que apenas las veo en su esplendor vital.

Después recogimos a Maribel tras hacer toda la tramitación (para la cual nos ayudaron mucho personas que no conocíamos y cuyo nombre ni cara recuerdo) y partimos a Madrid camino de Zaragoza. El viaje fue interminable. Es cierto que son muchos kilómetros (además de los que ya habíamos hecho desde Oropesa a Granada) pero lo peor era llevar como acompañantes al dolor y a la desolaciÃón. En algunos momentos se durmieron. Yo no paraba de mirar por el retrovisor los dos coches fúnebres que llevaban los tres ataúdes de nuestros seres queridos.

Muy avanzada la noche llegamos a Zaragoza donde la pesadilla casi se hizo más intensa al compartirla con el resto de la familia.

Han pasado más de dos años. La vida lentamente se recupera y solo los recuerdos quedan. Maribel intenta rehacer su vida como puede. Diego, el hijo mayor, también, aunque con peor suerte que su madre. A nosotros los recuerdos nos invaden y tanto mis hijos como nosotros fuimos marcados.

Naturalmente sigo conduciendo, nunca he dejado de hacerlo. Antes no era conductor temerario aunque reconozco que, a veces, tal vez corría más de lo que las señales me indicaban.

Ahora miro malhumorado a quienes usan el automóvil como un arma. Ya no corro. Respeto las señales. Intento vivir…

Se que decir de nuevo lo que tantas veces se repite en los medios es inútil, pero me resisto a no hacerlo. Por favor, cuidado, precaución, no sabemos las consecuencias, la vida es lo único y más importante.

Siento hacer un post con este tono…

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