Archivo de la Categoría “Personal”

La verdad es que el término de célebre zaragozano desconocido en cuestión es una ambigüedad en este caso, ya que es a la vez topónimo y antropónimo. Quiero decir que, para los que en los años setenta frecuentábamos “El Pijas” nos teníamos que encontrar con el susodicho “El Pijas”, persona.

Bueno vamos al grano, que así no se entiende nada.

Como ya comentaba en otras entradas de esta bitácora (por ejemplo en Célebres zaragozanos desconocidos (1): Antonio Vidal o en La cena de ex-dominicos de 2007) yo estudié en el Colegio Cardenal Xavierre de los PP. Dominicos de Zaragoza durante casi toda mi vida colegial (en concreto desde 1º de E.G.B. hasta 3º de B.U.P., ya veis que soy pre-LOGSE, pre-LOE, pre-…). La adolescencia la viví en los alrededores de la plaza San Francisco, lugar ciertamente elegante y encantador que todavía me atrae. Eran los años 70, esos que ni fueron felices ni comieron perdices, solo fueron, con algún destello de música, algún final infeliz para las películas (Vietnam, sobre todo) y, en España, el final de Franco y el comienzo de la transición.

Pero nosotros eramos ajenos a todas esas infelicidades de la década. Nosotros nos centrábamos, sobre todo, en jugar al futbolín. ¡Vaya pedazo de deporte! Efectivamente, bien calificado como deporte pues las sudadas que nos metíamos eran memorables, y las estrategias para “hacer jugada” sin que te pillaran o lanzar “moscas” eran más propias de Napoleón. ¡Y vaya inversión de horas! En cuanto teníamos un minuto íbamos corriendo desde el cole hasta los futbolines para que no te pillaran último, ya que tocaba pagar la primera partida (el resto no, que pagaba quien perdía). Aun jugando bien era la ruina pues te podías gastar perfectamente 20 pelas si no espabilabas.

Había verdaderos expertos, más bien artistas. Yo siempre recuerdo las moscas de Chencho que hasta doblaba la barra de los jugadores para elevar la bola hasta la altura de su mano y lanzar un latigazo que destrozaba la portería rival. Otros como Fernando Carreras eran una barrera inexpugnable en defensa, Jesús García en cuyas manos los jugadores vivían o Luis Conte que prácticamente vivía en la tabla, ya que no se le conseguía batir y, por tanto, no “salía” (el término proviene de “jugar a salidas”, bien conocido por muchos, consistente en que quien pierde deja de jugar y entra otra pareja). Algunos de ellos formaban las parejas más famosas desde Menéndez y Pidal o García y Márquez.

Yo no era muy bueno, aunque tampoco malo. Solía salir pagando una o, como mucho, dos partidas en una tarde de deporte. El tiempo, claro, me perfeccionó y cuando dejé el colegio era ya casi un maestro. Claro que de poco me sirvió pues fui por otros derroteros y dejé tan sublime actividad ociosa.

Pero volvamos al lugar. “El Pijas” era el local de futbolines por excelencia. También había otros como “El Corona” pero no tan frecuentado ni tan preparado para la actividad. Estaba (y digo bien, pues ahora creo que es una tienda de chuches) en la calle Corona de Aragón casi esquina con Pedro Cerbuna (ver localización), al lado de la Universidad. El local en sí era insufrible: no más de 30 metros cuadrados en el que se desperdigaban una docena de máquinas de millón, unas pocas de marcianos (pocas, que eran novedad y supercaras) y cuatro mesas de futbolín bastante desgastadas. La limpieza no era muy brillante, sobre todo en paredes y techo (creo recordar que en diez años se pintó una vez y fue memorable) aunque el suelo estaba ya desgastado de tanta lejía. Luz, lo que se dice luz, poca, casi nula. Más parecía un antro o un puticlú ya que de la minúscula puerta no entraba nada y artificial muy poca, había que ahorrar con lo que gastaban las dichosas maquinetas.

El local lo regentaba Diego “El Pijas”. No se quien le puso el mote, pero le pegaba por dos razonas: la primera porque, en su lenguaje casi ininteligible, era una de las palabras más utilizadas; y la segunda, por su propio aspecto. Era todo un carácter, bueno, más bien tenía una mala leche que no había quien le aguantara. Pensándolo con el paso de los años y sus inevitables gafas correctoras, no era de extrañar, ya que hay que reconocer que eramos de cuidado: unos con las ganzúas abriendo las máquinas (para sacar el dinero o solo para ponerse partidas gratis), otros con arranques de ira que hacían dar la vuelta a las máquinas de los empujones recibidos, algún conato de enfrentamiento con “macarras” y así un largo etcétera. Por eso no era de extrañar que “El Pijas” en seguida sacara su carácter y, por ejemplo, echara a alguien a la calle con patadas incluidas (sus patadas son antológicas, nunca he visto nada igual; se propinaban con el pie extendido contra el trasero del expulsado, de tal forma que se recibían con la suela !!!).

De su aspecto físico, lo más mencionable era su peluquín. Llevaba un horroroso bisoñé que destacaba enormemente con el color y textura de sus patillas. No muy alto, mediana edad, cara con aire despistado y de pocos amigos. Normal.

Algunos ratos le echaba una mano su mujer, Palmira, persona encantadora, tierna y amable donde las hubiera, justa contraposición de su colérico marido. La Palmira (o Sra. Palmira, depende) era una auténtica madre con nosotros. La pobre terminó oyendo, sabiendo y aconsejando todos nuestros problemas adolescentes: los cates, los curas sin escrúpulos, nuestros primeros enamoramientos, … De hecho, creo que le contábamos más cosas que a nuestras propias madres, sobre todo porque era todo comprensión y nos conocía mejor que la que nos parió.

Allí pasábamos las horas, los días… La media hora de recreo era obligada, otro rato al salir al medio día, otro pequeñito antes de entrar por la tarde y, muchas veces, casi toda la tarde tras salir de clase. Y los fines de semana… Algunas veces, no muchas en la mayoría de nosotros, era el lugar de concentración de las pirolas, pero todavía no estábamos preparados para esas ocurrencias, demasiado infantiles e inexpertos para atrevernos a tanto.

El tiempo, como siempre, pasó. Unos pocos años después de salir del colegio, Diego “El Pijas” murió, no recuerdo de qué. Siguió su negocio Palmira. Alguna vez, ya con veintitantos aun me acercaba a hablar con ella. Luego también lo dejó y lo traspasó, cambiando las bolas de futbolín por frutos secos y cantimploras de jarabe hiperdulce.

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El 26 de abril de 1986 se produjo el accidente de la central nuclear de Chernóbil, es bien sabido por todos: el propio suceso así­ como las consecuencias posteriores han sido difundidas por la prensa de forma extensa desde entonces, más todaví­a cuando se conmemoró el vigésimo aniversario. Aun con todo, los efectos cotidianos, esos de andar por casa, familiares y continuos, son, como casi siempre en este tipo de noticias, completamente ignorados.

El accidente, sucedido en la república de Ucrania, entonces integrada en la Unión Soviética, afectó más a Bielorrusia que a la propia Ucrania, debido a los vientos con dirección norte que habí­a esos días.

Sarcófago de la central nuclear de Chernóbil

Hace ahora tres años nos sucedió en casa una historia curiosa que ha tenido unas consecuencias extraordinarias.

Pilar, mi mujer, estaba entonces haciendo un curso de tiempo libre en una Asociación (ANADE). Una mañana, tras las clases, pasó por delante de secretarí­a y oyó una conversación en la cual alguien expresaba su negativa a acoger a una niña bielorrusa por parecerle mayor.

Intrigada, preguntó qué era eso de bielorrusos en Zaragoza, y le informaron que ANADE traí­a unos 50 niños de ese paí­s del este con el fin de mejorar su salud, especialmente dañada por los todaví­a perjudiciales efectos de la nube radiactiva de Chernóbil. Al mismo tiempo le confirmaron que, efectivamente, una niña que esperaba ser acogida por una familia zaragozana, habí­a sido rechazada.

Pilar me llamó y acepté sin dudarlo: nos traíamos a casa a una niña de entonces 10 años.

Desde entonces, por tres años consecutivos, Alexia Pakhonova ha venido a casa. Desde el primer momento ha sido tratada (o al menos intentado) como una hija más, ni menos ni más, con las mismas obligaciones y privilegios que nuestros propios hijos.

Alexia es tí­mida pero agradable. Tiene un aspecto ciertamente soviético (mejor, exsoviético) y también algo del tópico de su carácter, pero es agradecida y simpática. Pasamos todos los años algunos dí­as de vacaciones juntos y va al campamento del Pirineo con nuestra hija mayor, Lucí­a. Disfrutamos, discutimos y se pelean, vamos, como todos.

Alexia en Zaragoza en 2006

Pero sabemos que para ella es bueno. Dicen que el mes y medio de verano que pasa con nosotros mejora su salud de forma importante (dicen que algunos años de vida). Lo cierto es que desde que vino por primera vez, hace 3 años, hasta ahora, su aspecto ha mejorado considerablemente.

Y además hay muchas cosas ciertas y no conocidas: como tantos en Bielorrusia, su madre sufre cáncer y el tema es delicado.

Hace dos años también trajimos a su hermano gemelo, Alosa. Fue estupendo aunque no hemos podido repetir pues ni la casa ni el tiempo de dedicación trabajando, nos lo permiten. Alosa es genial, con un humor impresionante, mucho más simpático.

Alexia con nosotros en 2006

De izda. a dcha.: Vara, yo, Ángel, Alosa, Lucí­a, Alexia y Pilar.

Alexia y Alosa son de Soligorsk, una ciudad media (unos 100.000 habitantes) a poco mas de 100 km. al sur de Minsk, la capital. Es una ciudad artificial, nacida hace unos 50 años de la nada, debido al descubrimiento de unas importantes minas de potasa. Toda la población vive de las minas y la empresa es fundamental en la ciudad.

Su familia es normal. No son huérfanos ni maltratados, todo lo contrario. Son en total tres hermanos (una mayor y los dos gemelos) y viven con sus padres. El nivel es medio y no les falta de nada. Su familia se ha comprado recientemente casa y coche y su vida es normal. Ese no es el problema para venir aquí, como ya he comentado. Tras un principio dudoso por nuestra parte (no conocí­amos nada de Bielorrusia, de su familia o de su estado), consideramos que Alexia viene de vacaciones y como tal actuamos. Todo es bastante fácil, hay que reconocerlo.

El primer año fue el más complicado: Alexia no sabí­a nada de castellano y tampoco inglés u otros idiomas. Sólo bielorruso y ruso (que son bastante parecidos). Gracias a traductores on-line y un pequeño diccionario nos entendíamos. Ahora sabe hablar muy bien, aunque debido a su timidez, habrí­a que decir que lo que mejor se le da es entender, ya que no habla mucho con nosotros (aunque sí­ con Ángel y Lucí­a, que son como hermanos de ella).


Me gustarí­a animaros a que participéis. Es una experiencia encantadora, fácil y muy grata. Se aprende mucho (aunque yo no he pasado de decir один, два, три, четыре -un, dos, tres, cuatro- en ruso) y, sobre todo, para nuestros hijos ha sido muy aleccionador y saludable.

Podéis informaros en ANADE, teléfono 976 274426. En su web tenéis más información de la acogida de niños bielorrusos, de lo sucedido en Chernóbil y de cómo colaborar. Si no, podéis contactar conmigo siempre que queráis.

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Muchas veces comento con mi amigo Raúl la gran equivocación que cometimos cuando decidimos que nuestro futuro estaba en la informática (él en formación y yo en “de todo un poco”). Entonces él me habla, con la ironí­a y gran profundidad que le caracteriza, de cuántas veces se plantea dejarlo todo, marchar a Marcén, el pueblo de Isabel, y dedicarse al campo. Yo le digo que sí­, pero que no…

Otro amigo, JJ, resume esto diciendo que no sabe exactamente en qué curso eligió la asignatura inadecuada que le llevó a esta profesión. En esto sí­ que estoy de acuerdo: no sí si fue en BUP (yo soy de esos) o en COU, pero no acertamos.

Es que es duro, seguramente no tanto como estar en la obra o detrás de un mostrador, pero la tensión que se acumula, el “estar siempre al filo”, los tiempos, la cantidad de horas que metes y todo lo demás hace que uno se lo replantee y comente con sus amigos la suprema equivocación de su vida.

Pues bueno, una ex-compañera y sin embargo amiga, Marian, decidió hace unos cuatro o cinco años, dejar todo esto y dedicarse a otras cosas. Ella sí­ tuvo esa valentí­a que nos falta y, ahora que recibo noticias suyas, veo que al fin invierte su tiempo en lo que realmente siempre le gustó: la artesanía.

Marian San Martí­n fue compañera mí­a durante bastantes años, incluso en distintas empresas. Su dedicación tanto a la formación como a tareas comerciales y de marketing fue impresionante, siempre admirable en su trabajo y en sus frescas y rotundas ideas de negocio. Fuimos compañeros allá por principios de los 90 (bueno, en realidad ella era mi jefa) en Random Formación junto con célebres personajes variopintos como Gaby “Camyna” o Calocén. Luego, pasados unos años, volvimos a coincidir en Izquierdo para terminar juntos en los primeros pasos de Efor (allí­ yo era su jefe 😉 ). Luchamos mucho y disfrutamos más: eran tiempos de inicio, todo era nuevo y nos comíamos el mundo. Y encima todo con buen humor…

Algo más tarde, allá por el 2002, obligaciones familiares le hicieron partir de Zaragoza, para recaer al fin en su Rioja natal. Allí­ está y mirad su dedicación:

Estudio de artesaní­a textil “Artelar” (www.artelar.com)

Telar de Artelar

Todo un ejemplo de personalidad y fuerza de cambio, que a veces muchos deseamos seguir.

Bueno, pues si no tienes regalo para el San Valentí­n del año que viene, te gusta esta artesaní­a o quieres hacer un regalo, contacta con Marian y Estibaliz (por correo electrónico) y, sobre todo, visita la web de Artelar (ya sé que le falta un blog, pero todo se andará).

Pañuelo hombre de Artelar

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La verdad es que yo no la conocí­, ni mucho menos, pero es una de las “batallitas” que más recuerdo de las contadas por mi padre de la Zaragoza en los años 30.

Tendrí­a mi padre entonces alrededor de 10 años y, como para casi todos por entonces, la calle era tan escuela como los libros y la picaresca se uní­a a lo cotidiano.

La Tía Pochocha supongo que sería mayor. Para mi padre era una vieja, por lo que le podríamos echar los 60 o 70 sin equivocarnos mucho. El descubrimiento del sexo por parte de un preadolescente de entonces supongo que sería complicado y nuevamente la calle era la que lo proporcionaba y, en este caso, la Tía Pochocha.

Mi padre y sus amigos acudían esporádicamente a su casa, situada según creo recordar por el barrio San Pablo, cruzando General Franco (actual Conde de Aranda) desde la calle Agustina de Aragón donde vivían. Por unos pocos “riales” la Tía Pochocha se subía la falda y mostraba sus avejentados “encantos” para disfrute, y a veces vergüenza, de los más pequeños. Era un ritual iniciático para ellos, sin televisión, revistas ni nada que les permitiera adentrarse en ese mundo.

Un día estos pequeños pagaron pero la Tía Pochocha les negó el espectáculo, riéndose de su inocencia. Ellos se enfadaron pero tampoco podían hacer mucho. Al fin y al cabo no lo iban a contar… Pero en su picaresca idearon un plan.

Unos días después acudieron a su casa con algo escondido en los bolsillos de esos pantalones mil veces remendados. Pagaron a la Tía Pochocha y ella, temiendo perder la clientela, mostró sus partes íntimas una vez más. Entonces los chicos sacaron las “tostas” de barro que habían preparado al efecto y las dispararon directamente contra la vulva de la señora.

Creo que los gritos tanto de dolor como de amenaza se oyeron hasta en Torrero. También fueron memorables las risas…

Ni que decir tiene que no volvieron a casa de la Tía Pochocha y que, a veces, atravesar el barrio de San Pablo requería de algunos rodeos.

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Soy poco aficionado últimamente a realizar felicitaciones masivas de Navidad y año nuevo, pero no me resisto a incluir la única felicitación que realmente me ha llamado la atención y conmovido. Sirva para felicitaros todos los días de vuestra vida:

Como habéis podido comprobar, me he aficionado a los vídeos de ElZadig .

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Muchas veces oímos o decimos la tan manida frase de “la vida puede cambiar en un segundo” sin darnos cuenta de la cruda verdad de su sencillez. Y todos somos, de una forma u otra, conscientes del peligro que supone el automóvil y la carretera (ya nos lo recuerda constantemente la DGT). Pero pocos sabemos la estrecha relación entre estos dos axiomas. Solamente cuando tenemos la desgracia de vivirlo de una forma más o menos próxima nos damos cuenta de lo pasajero de la vida y de la poca consciencia que de ello tenemos. Al fin y al cabo somos “dioses” y nuestra vida transcurre sin ese tipo de preocupaciones.

Fue hace algo más de dos años, el 21 de julio de 2005. Estábamos de vacaciones la familia (mi mujer, mis dos hijos, Alexia -mi “hija” bielorrusa- y yo) en Oropesa (Castellón). Pocos días llevábamos disfrutando de ellas en esta playa, alrededor de 3 ó 4. Era temprano, sobre todo para estar de vacaciones, sobre las 8 de la mañana cuando sonó el móvil. Era mi cuñada, Maribel.

Yo no oía lo que decía, solo los gritos casi histéricos de su hermana Pilar, mi mujer. Los niños, claro, se despertaron y la confusión se hizo total. Las frases que oíamos todavía me hielan la sangre: “¿Que has matado a todos?”, “¿Y Sara y David también?”, “¿Que has intentado reanimarla durante 20 minutos?”, “¿Dónde?”, …

No entendíamos nada ninguno. Tal vez nos protegemos tanto no pensando en lo evidente que cuando sucede es lo último que pensamos. O tal vez sea así mejor.

Maribel iba con su marido, Santiago, y dos de sus tres hijos (David de 14 años y Sara de 3) camino de las vacaciones a Melilla, donde tenía familia Santiago. Lo habían preparado con mucha ilusión ya que hacía varios años que no los habían visto. Diego, el mayor, entonces de 18 años, se quedaba trabajando en Zaragoza.

Salieron sobre medianoche de Zaragoza, intentando que el viaje se hiciera más llevadero a los niños, conduciendo toda la noche. Se turnaban los padres.

De madrugada Maribel tomo el volante. Un poco después se quedó dormida sin parar ni abandonarlo. Acababan de pasar Granada camino de Málaga, conduciendo por una cómoda autovía que fue su tumba. La velocidad, un choque contra las planchas de hormigón de la mediana, vueltas de campana, barullo, silencio y muerte.

Perdieron la vida en un segundo. Tan solo Maribel oyó gritar a Santiago “Maribel, ¿qué haceeeees?”. Silencio.

David viajaba en el asiento trasero con Sara. No llevaba cinturón de seguridad ya que iba tumbado durmiendo. Salió despedido varias decenas de metros, fulminado con su cerebro partido.

La cabeza de Santiago quedó casi completamente aplastada por el hundimiento del lateral del coche. Murió en el acto.

Sara, la pequeña Sara, tan inesperada como deseada desde su nacimiento, la “tardana”, tardó un poco más en morir. O tal vez fue la desesperación de su madre que le aplicó primeros auxilios y pudo creer que respiraba cuando en realidad era su propio aliento quien hinchaba sus pulmones… Murió casi sin haber vivido.

Dejamos a los niños con una tía de mi mujer que casualmente estaba en Oropesa. Tomamos el odiado y ya temido coche camino de Granada. No paramos. Yo no hablaba y Pilar soltaba todo por el móvil. El camino fue eterno.

Llegamos a Granada y fuimos al hospital donde estaba Maribel. Ella solo tenía algunas contusiones sin importancia y estaba siendo tratada más por el impacto emocional que físico. Su entereza llamaba la atención. Yo creí que no era plenamente consciente de lo sucedido.

Tuvimos que ir al Instituto Anatómico Forense a reconocer los cadáveres. Yo no había visto muchos, tan solo recuerdo el de mi abuela y el de mi padre, pero nunca quise acercarme mucho. La sensación más triste fue la que más ha perdurado. Ya me pasó con mi padre, del cual recuerdo hoy más sus 10 días de agonía que todo lo que pude vivir con él. Lo mismo me pasa con Santiago, David y Sara: recuerdo tan nítidamente sus caras deformadas, magulladas y verdosas en los ataúdes que apenas las veo en su esplendor vital.

Después recogimos a Maribel tras hacer toda la tramitación (para la cual nos ayudaron mucho personas que no conocíamos y cuyo nombre ni cara recuerdo) y partimos a Madrid camino de Zaragoza. El viaje fue interminable. Es cierto que son muchos kilómetros (además de los que ya habíamos hecho desde Oropesa a Granada) pero lo peor era llevar como acompañantes al dolor y a la desolaciÃón. En algunos momentos se durmieron. Yo no paraba de mirar por el retrovisor los dos coches fúnebres que llevaban los tres ataúdes de nuestros seres queridos.

Muy avanzada la noche llegamos a Zaragoza donde la pesadilla casi se hizo más intensa al compartirla con el resto de la familia.

Han pasado más de dos años. La vida lentamente se recupera y solo los recuerdos quedan. Maribel intenta rehacer su vida como puede. Diego, el hijo mayor, también, aunque con peor suerte que su madre. A nosotros los recuerdos nos invaden y tanto mis hijos como nosotros fuimos marcados.

Naturalmente sigo conduciendo, nunca he dejado de hacerlo. Antes no era conductor temerario aunque reconozco que, a veces, tal vez corría más de lo que las señales me indicaban.

Ahora miro malhumorado a quienes usan el automóvil como un arma. Ya no corro. Respeto las señales. Intento vivir…

Se que decir de nuevo lo que tantas veces se repite en los medios es inútil, pero me resisto a no hacerlo. Por favor, cuidado, precaución, no sabemos las consecuencias, la vida es lo único y más importante.

Siento hacer un post con este tono…

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El pasado viernes día 23 de noviembre por la noche, nos juntamos los antiguos compañeros de Colegio (sólo hace 26 años que lo dejamos, casi ná) a cenar, charrar, reirnos y pasar un rato en compañí­a.

Es esta una costumbre de hace unos 6 años que se repite cada año y que permite que no perdamos el contacto gente que hace tanto tiempo que no se ve. En esta edición la participación no ha sido muy numerosa pero tampoco desdeñable.

Fruto de esta entrañable actividad, he actualizado las galerías de fotos con varias cosas:

Cualquier comentario es bienvenido.

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Hubo un tiempo en que Zaragoza era habitable. Yo nací en esta ciudad (por cierto, creo que de los últimos que nació en casa, en la calle Agustina de Aragón) en los 60 y la ciudad estaba en plena eclosión. Desde aquellos años se ha producido la deshumanización y, supongo, el progreso.

Pero antes de eso, Zaragoza era un pueblo grande. Nadie era de Zaragoza ya que todo el mundo había inmigrado aquí y sobre todo se poblaba de quienes venían de los pueblos de alrededor. Mi padre que vivió la Zaragoza de los años 30 y 40 hablaba de personajes que todos conocían, extraños y divertidos que habitaban un Casco Viejo que entonces era centro y no marginación.

Mi familia siempre se dedicó al comercio y yo me crié en la tienda. Claro que entonces el comercio era a tiempo completo y mis padres vivían más en la tienda que en casa. Yo acompañaba mucho a mi padre a los distribuidores (lo que el llamaba ir a las faenas) y solía escuchar sus tertulias, a veces perdiéndome en conversaciones de adultos, y otras divirtiéndome. Allí conocí a Pablos que era quien nos proporcionaba los trajes de baturros que luego vendíamos en la mercería.

Pablos era mayor. Tendría los 80 cuando yo era un crío, pero se conservaba bastante bien. Pero me encantaba oírle hablar primero y mantener tertulias con él después. Y es que cuando mi padre murió yo me encargué de muchas de sus tareas y solía ir a ver a Pablos.

Tenía su cuchitril (que no se podía llamar de otra forma) donde cosían algunas costureras entre montones de telas y tijeras. Si le pedías algún traje raro sacaba tejidos de 50 años antes que el conservaba y reutilizaba. Igual hacía un traje de baturro que uno de cofrade y siempre hablaba…

Hablaba de la Zaragoza de los años 20, la ciudad sin coches, con seres humanos paseando, con sus edificios modernistas y sus costumbres provincianas. Yo me trasladaba a aquellos años oyéndole e imaginaba cómo sería mi Zaragoza entonces.

Pablos murió. Era viejo. Su negocio creo que lo siguió su hijo. Mi mercería desapareció cuando mi madre se jubiló. Nada queda de entonces. Ni nada queda de aquella Zaragoza.

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