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Muchas veces lo sentía pero jamás como aquella noche. Muchas veces, al salir de ver una película, me encontraba en una ensoñación misteriosa, ajena por completo al contenido de la misma, pero producida por ella. Muchas veces lo sentí; hoy sólo lo recuerdo.

Yo tendría 18 años. Acababa de ver una película que, pese a que de alguna forma me impactó (tal vez debido a la historia que sigue), casi podríamos calificar de bodrio. Nunca me gustó mucho Almodóvar pero, además, en sus inicios hay que reconocer que eran más que flojito. En cualquier caso sus historias nunca dejan de sorprender, mezcla de originalidad y un punto de vista naturalista no muy frecuente hasta él en el cine español. Se trataba de “Laberinto de pasiones” una especie de comedia de enredo posmoderna, ambientada en el Madrid de la “movida” con personajes y ambientes casi delirantes.

Serían sobre las nueve de la noche cuando salí de las salas “Multicines Buñuel” (que en paz descansen, por desgracia) donde se proyectaba. Yo entonces era asiduo de esta y de otras salas, pues solía ver unas tres o cuatro películas a la semana. Era de noche pero la suave primavera hacía que el ambiente fuera acogedor, casi embriagador. Poca gente andaba por las calles; era día laborable y muchos ya se habían recogido en sus casas.

Tomé el autobús, línea 38, dirección Ciudad Jardín. Iba casi vacío y me senté en uno de los asientos en sentido dirección del tráfico.

Dos paradas habían pasado cuando una chica, aproximadamente de mi edad, subió al autobús y se sentó en el asiento frente al mío, sentido contramarcha. Era morena, ojos verdes, profundos y graciosos. La melena rizada le cubría los hombros y la blanca blusa vaporosa. Me miró y la miré.

Sus ojos transmitían mil sensaciones, hablaban sin decir nada y cambiaban en cien matices de pasión. Yo ni me movía, no podía separar la vista, sin apenas parpadear. Quería hablarle, preguntarle su nombre y decirle lo que sentía, pero algo me sujetaba al asiento y no dejaba mover la cabeza para no perder la visión de sus ojos. Los dos oíamos las paradas del autobús pero nuestras miradas no dejaban de enredarse y esos sentidos menores pasaban desapercibidos.

Por un momento fui capaz de cerrar los ojos. A punto estuve de pellizcarme para ver si estaba despierto o para comprobar que todavía no había salido de la sala de cine. Al abrirlos, sus ojos estaban allí, hablando sin pestañear y diciendo mil frases ininteligibles pero apasionadas.

No sé cuánto tiempo duró, creo que la eternidad. Sólo sé que ambos oímos una voz entre sueños que se iba convirtiendo en grito. Era el conductor del autobús que nos insistía en que era la última parada y debíamos descender. Despertamos sin dejar de mirarnos.

Yo, intuitivamente, tomé dirección a la puerta, pasando al lado de ella y rozando mi mano con la suya de forma deliberada. Bajé a la noche oscura. Al volverme vi que ella se dirigía al conductor y pagaba un nuevo billete para tomar el camino inverso.

El autobús partió, llevando a mi chica a lo desconocido.

Muchas veces pensé en ella. Muchas veces volví a montar en el 38 a la misma hora y el mismo día de la semana. A menudo bajaba en paradas intermedias y recorría las calles buscando un fantasma. Recuerdo que lo comenté con mis amigos quienes me dijeron que porqué había sido tan pavo de no decirle nada. Yo sé que eso no tenía sentido.

Nunca la volví a ver.

La olvidé un tiempo después. Hoy recuerdo su melena y sus ojos verdes y sé que estuve frente al fantasma de mis propios sueños, amplificado por una cutre película de Almodóvar.

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