Semana Santa zaragozana: confesiones de un cofrade agnóstico
Escrito por Antonio en PersonalPara mí la Semana Santa tiene un claro sabor agridulce (de nuevo, ¿será todo así?). Me encanta ver las cofradías, los tambores, los floreados pasos iluminados y los piquetes que los acompañan. Siempre me ha gustado, más incluso cuando la viví en Sevilla. Pero al mismo tiempo, este tiempo me obliga desde niño y eso nunca me ha agradado precisamente.
Claro que esto que digo no tiene mucho fundamento ni lógica y siento que debo explicarme.
Mi padre fue fundador, allá por 1940 (con 12 añitos), de la Cofradía de las Siete Palabras y de San Juan. El, entonces, como tantos otros, estaba metido por Acción Católica y un grupo de ellos decidió fundar la cofradía, de la mano de Mosén Francisco. Él también desde el principio integró el pequeño grupo de tambores que se “importaron” del Bajo Aragón a la Semana Santa zaragozana por primera vez.
Mi padre sentía la cofradía, era su pasión, más allá de las procesiones y los tambores. Mucho hizo por ella, tiempo y esfuerzo de dedicación. Era su vida.
Durante años fue jefe de timbales, además de prestar todas las ayudas al buen funcionamiento de la Cofradía y a sus hermanos. Fue enterrado con el hábito de la cofradía en 1989, el mismo año que fue a Murcia a supervisar el nuevo paso que se tallaba entonces. Así era como lo sentía. De una forma religiosa, ferviente.
Como no podía ser de otro modo en este entorno, mi padre me apuntó a la Cofradía desde muy pequeño, creo que nada más hacer la Primera Comunión (no se podía antes, entonces). Desde el primer momento yo no tuve las mismas pasiones (nunca mejor dicho) que mi padre.
Debí salir de procesión y acudir a las asambleas y celebraciones. No me gustaba, aunque me encantaba ver y oír los tambores. Sentimientos encontrados…
Durante años tuve un enfrentamiento más interno que con mi padre por ello. Al llegar la adolescencia, con sus dudas y mis ideas más agnósticas que otra cosa, me sentía traidor. Traidor por seguir perteneciendo a una cofradía que ni sentía de forma religiosa ni folclórica. Veía mucha gente que tampoco creo que lo sintiera como mi padre (todavía los veo a centenares) pero con menos remordimientos de conciencia. Esta traición interna no podía traducirla en una declaración a mi padre. Hubiera sido un insulto o así al menos yo lo veía.
Mis actividades me salvaron de la situación. A partir de los 15 años empecé a irme en Semana Santa a la montaña con mis amigos. Tenía la excusa perfecta: no salía con la cofradía sin necesidad de herir los sentimientos de mi padre, además de vivir mis amadas experiencias montañeras.
Años pasaron sin problemas a este respecto. Sólo interrumpí mi ausencia procesional el año en que murió mi padre. En 1990 salí llevando la Cruz In Memoriam de la Cofradía, como póstumo homenaje a quien tanto la había sentido.
Pero claro, esta historia no termina aquí, ni mucho menos. Y es que “a todo cerdo le llega su San Martín” y a mí me llegó a través de mis hijos. La cuestión es que ellos sí se enamoraron de las Cofradías y soñaban con salir de procesión. Les dí largas hasta que cedí y desde hace tres años volvemos a las andadas.
Sigue sin gustarme pero lo hago. Mis sentimientos son iguales que entonces pero creo que, tanto por mis hijos como por su abuelo, se merecen el sacrificio.
Y por ahí me tenéis. El pasado lunes salimos, llovió como nunca llueve en Zaragoza y nos mojamos hasta lo que no está bien decir. Y el viernes nos podéis ver por la mañana y por la tarde, saliendo de la Iglesia de San Cayetano.
This is my life (¿u qué?)
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